El hogar de mis peores pesadillas y mis sueños desbocados

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2 de junio de 2009

Mas allá del umbral

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Era ya de madrugada cuando un grito agudo rompió el silencio nocturno. A trompicones salió de la cama y se dirigió al pasillo, buscando a tientas el interruptor no sin antes machacarse los dedos del pie derecho al tropezar una vez más con la mesita sobre la que descansaban llaves, fotos enmarcadas de la familia y un montón de cachivaches que nunca se decidía a ordenar o tirar. Cuando por fin logró encender la lámpara del descansillo corrió los pocos metros que le separaban del dormitorio de su hija. Desde la muerte de su esposa en un accidente inexplicable hacía unos meses, la niña sufría horribles pesadillas que lo despertaban cada noche a causa de sus gritos. Y cada noche él acudía presuroso a calmarla, con los ojos hinchados por la falta de descanso y las muchas lágrimas vertidas en la almohada, fruto del dolor, la desesperación y la soledad.
Al entrar en la habitación encontró el mismo panorama desolador de siempre: la niña estaba acurrucada en una esquina del cuarto, pálida como la cera y con los ojos fuertemente cerrados, chillando y abrazada a su osito de trapo con tanta fuerza que tenía los dedos completamente blancos. Su padre se arrodilló a su lado, la abrazó e intentó calmarla con palabras cariñosas y caricias, y cuando al rato cesaron los gritos fueron sustituidos por un llanto suave y monótono que anunciaba el preludio de su adormecimiento, ahora ya tranquilo y sin pesadillas. El médico le había dicho que era normal, una fase que la niña necesitaba pasar para asimilar la pérdida de su madre, y que no debía preocuparse, pero las profundas ojeras y el velo de apatía que cubría la antes luminosa mirada de su hija le partían el corazón. ¿Cuánto tiempo más debía sufrir ese tormento? ¡Sólo tenía siete años, maldita sea!
Tras acostarla de nuevo en su cama y arroparla, se dirigía hacia la puerta cuando reparó en el armario abierto y, sin pensarlo, se acercó para cerrarlo. Pero antes de hacerlo algo llamó su atención. Una débil pero helada corriente de aire salía de donde sólo debería haber paneles de madera, y la idea de una fuga de gas pasó por su cabeza antes de caer en que en ese edificio no había tal instalación. Intrigado, se inclinó hacia el lugar de donde salía el aire, estirando la mano en un intento de localizar el punto exacto de entrada. Fué entonces cuando una mano helada lo agarró de la muñeca y tiró de él hacia el interior del armario, que de repente se había convertido en un lugar cavernoso, húmedo y frío donde reinaba la oscuridad absoluta y el hedor de la muerte flotaba en el ambiente.
Hecho un ovillo y caído sobre el suelo rasposo podía sentir como la superficie dura y cortante se le clavaba en el costado, pero no podía abrir los ojos. En realidad no quería, por temor a lo que pudiera ver si juntaba el valor suficiente para mirar lo que le rodeaba. Sentía el vómito subiéndole por la garganta a causa de la horrible pestilencia y temblaba incontroladamente, aunque eso podía deberse igualmente al frío o al terror. En la oscuridad no podía saber si habían transcurrido segundos u horas, pero cuando escuchó una respiración jadeante no muy lejos de él abrió por fin los ojos, intentó orientarse y tras percatarse de tener una única vía de escape en aquel pedrusco rodeado de paredes interminables hacia lo alto, echó a correr impulsado por el pánico que daba alas a sus maltrechos pies.
Estos no tardaron mucho en convertirse en una masa sanguinolienta, pues caminar sobre aquel suelo era como hacerlo sobre una inmensidad de cristales rotos, y pronto la agonía de cada paso se sumó al dolor de sus costados con cada bocanada de aire. Cuando levantó la vista en un intento desesperado por encontrar una salida no pudo dar crédito a sus ojos; sobre su cabeza siniestros nubarrones oscuros dejaban apenas entrever un cielo, si es que aquello podía ser considerado como tal, de un color granate entrecruzado por rayos deslumbrantes y silenciosos. Buscó apoyo en una de las paredes de aquel interminable cañón que lo rodeaba y al instante sintió que algo pegajoso se adhería a su cuerpo. Acercó una mano chorreante a su cara y no pudo contener un grito de horror al descubrir que aquello que empapaba la roca era sangre, fresca en su mayor parte pero evidentemente sólo era una mínima parte que cubría las paredes del cañón, pues bajo ella se escondían capas y más capas de aquella materia ya seca y putrefacta, depositada sobre la roca durante mucho tiempo, años, siglos tal vez…
Sin querer preguntarse de dónde provenía tal cantidad de sangre, ni de dónde había salido aquel lugar de pesadilla siguió adelante a trompicones, ayudándose de sus manos para apoyarse en la pared a pesar de su repugnancia. De pronto volvió a escuchar una respiración a muy poca distancia de él, y desesperado se volvió en redondo temiendo lo que pudiera encontrar, pero nada vivo había allí aparte de él. Bajó la cabeza y continuó, pero no habían transcurrido unos segundos cuando una voz apenas audible pronunció su nombre, y entre el hedor que le rodeaba le pareció sentir un aroma conocido y muy querido: el olor del perfume de su esposa. Pero eso era imposible, por supuesto; su esposa llevaba varios meses muerta, él había sucumbido finalmente al dolor y la presión de seguir adelante sin ella, y había perdido definitivamente la razón. Esa era la única explicación posible a ese infierno en el que se había visto atrapado sin saber cómo. Por eso cuando sintió en su hombro el familiar contacto de la mano de su esposa, no se sorprendió lo más mínimo, sino que se volvió con una demente sonrisa en los labios. Y cuando ella le reveló que su accidente no fue tal, sino que su adorada hija había planeado meticulosamente cada paso de su plan para librarse de su madre fingiendo un accidente doméstico, y que desde su llegada a esa especie de inframundo donde estaba condenada a existir por toda la eternidad conviviendo con otras almas atormentadas e injustamente arrancadas de sus vidas antes de llegar su momento, su única obsesión había sido lograr comunicarse con él de cualquier forma imaginable, aunque la única forma posible había sido a través de su hija, su asesina, y hacerle partícipe de la verdad sobre la niña, él no puso en duda ninguna de sus palabras. Lo único importante era que estaban juntos otra vez, y que ya nunca volverían a separarse; aunque faltaba un pequeño detalle para completar su felicidad.
Poco antes del amanecer se escuchó un leve chirrido en el dormitorio y la puerta del armario se abrió un poco más de lo que estaba, dejando salir de su interior una sombra que se acercó en silencio hasta la cama donde una preciosa niña dormía plácidamente, entregada a un sueño perfecto en el que sólo estaban su padre y ella, y nada se interponía entre ellos. En su sueño nadie la regañaba por ensuciar las cortinas con las manos manchadas de chocolate, ni la obligaba a hacer los deberes antes de salir a jugar, ni le ponía sobre la mesa asquerosos platos de verduras, ni le recordaba machaconamente que debía lavarse las manos antes de comer y los dientes tres veces al día. En su sueño había montañas de golosinas a su disposición, se acostaba pasada la medianoche y su padre la veneraba como a una diosa, con promesas de amor eterno y regalos fabulosos. Nada interrumpió ese sueño cuando unos brazos la cogieron suavemente y la llevaron con ternura a través de las puertas del armario, a un lugar donde su familia volvería a estar completa y ya nunca, jamás, se separarían.


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