En el interior de una enorme montaña vivía un gigante, con cuerpo de roca y corazón de hielo. Todos en el valle sabían de su existencia, pues eran frecuentes los estragos que causaba en los alrededores, pero muy pocos lo habían visto, y entre ellos, ninguno se atrevería jamás a admitirlo, pues el pavor que causaba su presencia era tal, que el pobre desdichado que por azar se tropezaba con él estaba condenado de por vida a sufrir las más espantosas pesadillas cada noche del resto de su vida, y tal desasosiego traía la terrible consecuencia de ser considerado por sus vecinos un alma poseída por los demonios, y a la que se debía devolver la paz de la única forma posible: con la muerte.
Nadie sabía de donde vino aquel gigante; desde el comienzo de los tiempos había estado ahí, oculto en una cueva tan profunda y oscura que un hombre tardaría varios años de su vida en recorrerla entera, y de la que por supuesto, nunca saldría. Corrían las leyendas sobre su figura, y no había palabras más eficaces para tornar a un niño caprichoso y rebelde en uno docil y obediente, que aquellas que invocaban la presencia del ogro para llevarse a los niños malos a su cueva. Cada tarde, después del ocaso, las calles quedaban desiertas, y en las casas se cerraban con grandes cerrojos puertas y ventanas, antes de atrancarlas con gruesas vigas. Precaución del todo innecesaria, pues durante siglos el gigante nunca había bajado de las montañas, y jamás se supo de un solo hombre que hubiera perecido en sus manos, pero como toda precaución es poca, las noches de los poblados del valle eran las más solitarias y silenciosas en cientos de kilómetros a la redonda.
En la escuela el juego preferido de los niños era el conocido por "cazar al gigante", al que se sumaban gustosos todos los chicos, soñando todos y cada uno secretamente con ser él quien finalmente venciese al monstruo, y gracias a esa heroica acción se ganaría el respeto y admiración del mundo entero, conseguiría las mayores riquezas como premio por su valor, y desposaría a la más bella y noble de las jovencitas. Las niñas por su parte jugaban a ser capturadas por tan horrendo ser, y rescatadas en el último segundo por un apuesto caballero montado a lomos de un imponente caballo blanco, para después consentir decorosamente en ofrecer su mano al héroe que la salvó de una muerte ciertamente espantosa. Como era de esperar, toda la vida de los habitantes del valle giraba en torno a una sola cosa; nada tenía más importancia o prioridad que el gigante, cuya presencia, o más bien su ausencia, era algo a tener en cuenta en cada acto público o privado.
Pero entre todos ellos, una personita vivía ajena al asunto común: una pequeña y flaquísima chiquilla, a quien nada le importaban las idas y venidas de aquel gigante a quien nunca había visto ni oído. Ella, al contrario que el resto de las niñas, pasaba sus horas de ocio entretenida en crear muñecas con viejos trozos de ropas desechadas, dibujando caras sonrientes o tristes, según su estado de ánimo, en los suelos de las calles con piedras de colores, inventando cientos de historias cada día, todas diferentes y repletas de aventura y color, emoción, amor y riesgo. No sabía escribir, y aunque supiera no tenía donde plasmar el producto de su desbordada imaginación, pero tampoco lo necesitaba. Tenía un cofre dentro de su cabeza, donde guardaba como un valiosísimo tesoro cada historia, personaje y escenario de su invención. Nadie en el pueblo la hacía mucho caso, pues era tan silenciosa y se entretenía de tal manera ella sola, que a veces parecía invisible. Los demás niños la trataban con desprecio, y disfrutaban contando cómo la loca había vuelto a llenar de caras estúpidas las calles, y ellos las borraban escupiendo u orinando sobre ellas, mientras reían a carcajadas. Nada de esto importaba a la niña; ella era feliz en su mundo imaginario, donde todo lo que existía, animal, vegetal o mineral, había sido creado a su gusto, y le proporcionaba la más absoluta satisfacción. Y al vivir ajena a la preocupación común, era la única persona feliz entre los cientos que moraban en el valle.
Una tarde de otoño, cuando los últimos días de sol y calor teñían de colores de fuego la inmensidad del valle y sus montañas, la chiquilla decidió acercarse al arroyo al pie de la más alta de las montañas, para recoger las deliciosas moras que en esos días regalaban a quien las cogiera su exquisito dulzor. Embelesada por el trino de los pajaros, el susurro del viento y el silencio del ocaso, no se percató de la caída del sol hasta que sus flacuchos brazos se erizaron por el frío, y al girarse para regresar al pueblo se dió cuenta de que éste ya estaba sumido en las sombras, y la última luz del día se encontraba sobre la montaña que se alzaba imponente frente a ella, así que resuelta, se dirigió hacia allí, aprovechando los últimos minutos de claridad para buscar un lugar donde pasar la noche. Largo rato después de iniciar el ascenso, entrevió una abertura entre los arbustos, y al acercarse encontró una grieta que ascendía hasta donde se perdía la vista, con la anchura de un hombre fuerte. Aterida por el frío y temerosa de las alimañas nocturnas, entró en la abertura, y no había dado más de unos pocos pasos cuando esta de reveló como una amplia cueva, seca y caliente por el calor del sol acumulado en la piedra, así que más tranquila, se tendió en el suelo, cerró los ojos e inmediatamente se durmió.
La despertó un ruido extraño, y tras prestar atención lo reconoció: era el rítmico goteo del agua al caer desde gran altura y rebotar contra la piedra. En la más absoluta negrura se levantó y se dirigió, intrigada, en dirección del sonido. Ni por un instante se le pasó por la cabeza la idea de perderse en la cueva oscura y no poder encontrar el camino de vuelta; simplemente, se sentía hechizada por el sonido cristalino y musical de las gotas, y sus pies se movían uno tras otro sin mediar la voluntad de la niña. Tras lo que pudieron ser minutos u horas, la niña llegó a un lugar que superaba con mucho todo aquello creado en sus incontables horas de imaginación: incrustado en la roca, más arriba de su cabeza, brillaba el más hermoso de los objetos imaginables, una roca cristalina y reluciente que en la oscuridad lucía el fulgor de todos los colores del arco iris, a pesar de no existir ninguna fuente de luminosidad que pudiera producir tal efecto; era como si la luz proviniera de su interior. A su alrededor, en el aire, danzaban preciosas motas brillantes y delicadas, ligeras como el mismo aire, y al intentar la niña atrapar una con sus manos, descubrió que se fundía al contacto con su mano, como un copo de nieve. Solo que nunca había visto copos de nieve de colores...
Movida por una irresistible curiosidad, empezó a trepar por la roca ayudándose de sus huesudos dedos, y poco a poco fué acortando la distancia que la separaba de la fuente de tanta maravilla.
Cuando por fin alcanzó su objetivo, acercó su mano con cautela, más por respeto a tan increíble objeto que por temor, y lo rozó ligeramente con la yema de sus dedos. ¡Cuál fué su sorpresa al sentir en ellos el frío glacial del hielo! Se acercó aún más, y acomodándose en una grieta para no caer, acercó su rostro al hielo multicolor impulsada por un anhelo irresistible, y con infinita delicadeza, atrapó entre sus labios una gota del líquido que desprendía. Era tan dulce e increíble que acarició con sus manitas los bordes del hielo, y con un amor que desbordaba su corazón, lo besó suavemente. Ante sus atónitos ojos, el hielo comenzó a fundirse y una increíble cascada de agua multicolor brotó de la dura roca donde segundos antes no había nada, creando en un momento un lago de agua tibia de gran profundidad, que de pronto empezó acorrer por el camino que había recorrido la niña hasta llegar allí. La fuerte corriente producida la arrastró de vuelta, hasta donde se divisaba la claridad del día, y al salir al exterior descubrió con sorpresa que el valle antes sembrado de hojas marchitas resplandecía con millones de fragantes flores que no dejaban ver ni una pizca de hierba, y atraídas por su aroma, miles de mariposas revoloteaban por doquier, ofreciendo a la vista un espectáculo maravilloso. Echó a correr ladera abajo, ansiosa de despertar a todos para que pudieran disfrutar de aquella maravilla, cuando de pronto sintió el impulso de volverse a contemplar la montaña que la había acogido en esa fría noche, pero al mirar en su dirección no encontró la imponente mole de la montaña más alta del valle, sino un gigantesco hombre de ojos brillantes como esmeraldas que le sonreía, y que al responder la niña a su sonrisa, se llevó la mano al pecho, a la altura del corazón, y con un soplo le envió una nube de pétalos que revolotearon juguetones alrededor de la niña, que nunca en toda su vida había sido tan feliz. Cuando llegó a su casa descubrió que tenía los bolsillos repletos de aquellos aterciopelados pétalos, así que los guardó en una cajita de plata, y desde aquel día, cuando la vida se oscurecía, abría la caja, aspiraba el perfume de aquellos pétalos que nunca se marchitaban, y la vida volvía a ser un arcoiris.
Dedicada a mi gigante de ojos verdes
Nadie sabía de donde vino aquel gigante; desde el comienzo de los tiempos había estado ahí, oculto en una cueva tan profunda y oscura que un hombre tardaría varios años de su vida en recorrerla entera, y de la que por supuesto, nunca saldría. Corrían las leyendas sobre su figura, y no había palabras más eficaces para tornar a un niño caprichoso y rebelde en uno docil y obediente, que aquellas que invocaban la presencia del ogro para llevarse a los niños malos a su cueva. Cada tarde, después del ocaso, las calles quedaban desiertas, y en las casas se cerraban con grandes cerrojos puertas y ventanas, antes de atrancarlas con gruesas vigas. Precaución del todo innecesaria, pues durante siglos el gigante nunca había bajado de las montañas, y jamás se supo de un solo hombre que hubiera perecido en sus manos, pero como toda precaución es poca, las noches de los poblados del valle eran las más solitarias y silenciosas en cientos de kilómetros a la redonda.
En la escuela el juego preferido de los niños era el conocido por "cazar al gigante", al que se sumaban gustosos todos los chicos, soñando todos y cada uno secretamente con ser él quien finalmente venciese al monstruo, y gracias a esa heroica acción se ganaría el respeto y admiración del mundo entero, conseguiría las mayores riquezas como premio por su valor, y desposaría a la más bella y noble de las jovencitas. Las niñas por su parte jugaban a ser capturadas por tan horrendo ser, y rescatadas en el último segundo por un apuesto caballero montado a lomos de un imponente caballo blanco, para después consentir decorosamente en ofrecer su mano al héroe que la salvó de una muerte ciertamente espantosa. Como era de esperar, toda la vida de los habitantes del valle giraba en torno a una sola cosa; nada tenía más importancia o prioridad que el gigante, cuya presencia, o más bien su ausencia, era algo a tener en cuenta en cada acto público o privado.
Pero entre todos ellos, una personita vivía ajena al asunto común: una pequeña y flaquísima chiquilla, a quien nada le importaban las idas y venidas de aquel gigante a quien nunca había visto ni oído. Ella, al contrario que el resto de las niñas, pasaba sus horas de ocio entretenida en crear muñecas con viejos trozos de ropas desechadas, dibujando caras sonrientes o tristes, según su estado de ánimo, en los suelos de las calles con piedras de colores, inventando cientos de historias cada día, todas diferentes y repletas de aventura y color, emoción, amor y riesgo. No sabía escribir, y aunque supiera no tenía donde plasmar el producto de su desbordada imaginación, pero tampoco lo necesitaba. Tenía un cofre dentro de su cabeza, donde guardaba como un valiosísimo tesoro cada historia, personaje y escenario de su invención. Nadie en el pueblo la hacía mucho caso, pues era tan silenciosa y se entretenía de tal manera ella sola, que a veces parecía invisible. Los demás niños la trataban con desprecio, y disfrutaban contando cómo la loca había vuelto a llenar de caras estúpidas las calles, y ellos las borraban escupiendo u orinando sobre ellas, mientras reían a carcajadas. Nada de esto importaba a la niña; ella era feliz en su mundo imaginario, donde todo lo que existía, animal, vegetal o mineral, había sido creado a su gusto, y le proporcionaba la más absoluta satisfacción. Y al vivir ajena a la preocupación común, era la única persona feliz entre los cientos que moraban en el valle.
Una tarde de otoño, cuando los últimos días de sol y calor teñían de colores de fuego la inmensidad del valle y sus montañas, la chiquilla decidió acercarse al arroyo al pie de la más alta de las montañas, para recoger las deliciosas moras que en esos días regalaban a quien las cogiera su exquisito dulzor. Embelesada por el trino de los pajaros, el susurro del viento y el silencio del ocaso, no se percató de la caída del sol hasta que sus flacuchos brazos se erizaron por el frío, y al girarse para regresar al pueblo se dió cuenta de que éste ya estaba sumido en las sombras, y la última luz del día se encontraba sobre la montaña que se alzaba imponente frente a ella, así que resuelta, se dirigió hacia allí, aprovechando los últimos minutos de claridad para buscar un lugar donde pasar la noche. Largo rato después de iniciar el ascenso, entrevió una abertura entre los arbustos, y al acercarse encontró una grieta que ascendía hasta donde se perdía la vista, con la anchura de un hombre fuerte. Aterida por el frío y temerosa de las alimañas nocturnas, entró en la abertura, y no había dado más de unos pocos pasos cuando esta de reveló como una amplia cueva, seca y caliente por el calor del sol acumulado en la piedra, así que más tranquila, se tendió en el suelo, cerró los ojos e inmediatamente se durmió.
La despertó un ruido extraño, y tras prestar atención lo reconoció: era el rítmico goteo del agua al caer desde gran altura y rebotar contra la piedra. En la más absoluta negrura se levantó y se dirigió, intrigada, en dirección del sonido. Ni por un instante se le pasó por la cabeza la idea de perderse en la cueva oscura y no poder encontrar el camino de vuelta; simplemente, se sentía hechizada por el sonido cristalino y musical de las gotas, y sus pies se movían uno tras otro sin mediar la voluntad de la niña. Tras lo que pudieron ser minutos u horas, la niña llegó a un lugar que superaba con mucho todo aquello creado en sus incontables horas de imaginación: incrustado en la roca, más arriba de su cabeza, brillaba el más hermoso de los objetos imaginables, una roca cristalina y reluciente que en la oscuridad lucía el fulgor de todos los colores del arco iris, a pesar de no existir ninguna fuente de luminosidad que pudiera producir tal efecto; era como si la luz proviniera de su interior. A su alrededor, en el aire, danzaban preciosas motas brillantes y delicadas, ligeras como el mismo aire, y al intentar la niña atrapar una con sus manos, descubrió que se fundía al contacto con su mano, como un copo de nieve. Solo que nunca había visto copos de nieve de colores...
Movida por una irresistible curiosidad, empezó a trepar por la roca ayudándose de sus huesudos dedos, y poco a poco fué acortando la distancia que la separaba de la fuente de tanta maravilla.
Cuando por fin alcanzó su objetivo, acercó su mano con cautela, más por respeto a tan increíble objeto que por temor, y lo rozó ligeramente con la yema de sus dedos. ¡Cuál fué su sorpresa al sentir en ellos el frío glacial del hielo! Se acercó aún más, y acomodándose en una grieta para no caer, acercó su rostro al hielo multicolor impulsada por un anhelo irresistible, y con infinita delicadeza, atrapó entre sus labios una gota del líquido que desprendía. Era tan dulce e increíble que acarició con sus manitas los bordes del hielo, y con un amor que desbordaba su corazón, lo besó suavemente. Ante sus atónitos ojos, el hielo comenzó a fundirse y una increíble cascada de agua multicolor brotó de la dura roca donde segundos antes no había nada, creando en un momento un lago de agua tibia de gran profundidad, que de pronto empezó acorrer por el camino que había recorrido la niña hasta llegar allí. La fuerte corriente producida la arrastró de vuelta, hasta donde se divisaba la claridad del día, y al salir al exterior descubrió con sorpresa que el valle antes sembrado de hojas marchitas resplandecía con millones de fragantes flores que no dejaban ver ni una pizca de hierba, y atraídas por su aroma, miles de mariposas revoloteaban por doquier, ofreciendo a la vista un espectáculo maravilloso. Echó a correr ladera abajo, ansiosa de despertar a todos para que pudieran disfrutar de aquella maravilla, cuando de pronto sintió el impulso de volverse a contemplar la montaña que la había acogido en esa fría noche, pero al mirar en su dirección no encontró la imponente mole de la montaña más alta del valle, sino un gigantesco hombre de ojos brillantes como esmeraldas que le sonreía, y que al responder la niña a su sonrisa, se llevó la mano al pecho, a la altura del corazón, y con un soplo le envió una nube de pétalos que revolotearon juguetones alrededor de la niña, que nunca en toda su vida había sido tan feliz. Cuando llegó a su casa descubrió que tenía los bolsillos repletos de aquellos aterciopelados pétalos, así que los guardó en una cajita de plata, y desde aquel día, cuando la vida se oscurecía, abría la caja, aspiraba el perfume de aquellos pétalos que nunca se marchitaban, y la vida volvía a ser un arcoiris.
Dedicada a mi gigante de ojos verdes
7 comentarios:
Me sorprende tu habilidad para cautivar a cuantos leemos tus relatos, estás llena de emociones y creatividad, cuando puedo me paso por aquí y de verdad que disfruto.
Un saludo.
Gracias amiga por hacerme recordar mi infancia en la que, como la de aquella niña, fui despreciado y aislado por ser diferente. Gracias por hacer ver que si te atrevés a ir más allá por encima de los prejuicios merece la pena y el premio que se alcanza supera con creces el esfuerzo empleado. Y gracias por alegrarme la mañana con tanta sensibilidad y color.
En horabuena y afortunada tu niña de tener una madre tan fantástica.
Besos cariñosos.
Feliz día.
Bello. Tu cuento es una caricia tierna. Un beso.
Muchas veces sino un gigante si que la naturaleza me acompañó en muchos años, cuando terco de mí, la siesta pasaba a un segundo plano, y el resto de los mortales preferían dormir.....Entre castillos, rios, cuevas y árboles, benditos árboles, que ahora forman parte del recuerdo, pues su tierra ahora es el hormigón de la casa del alcalde........
Besos.....Amiga....
alto blog! me encanto te felicito y apartir de ahora soy un seguirdor mas! saludos!
la primera vez que lei este relato y esto nunca te lo he confesado, llore, y lo hice bastante amargamente, seguramente porque me veia reflejada en aquella niña flaquisima, hoy lo veo desde otro angulo y me ha hecho sonreir, quizas sera porque la conyuntura ha cambiado y ya no me causa tristeza este escrito...besos wapa este escrito es especial para mi y lo sabes
Es precioso, me encanta como relatas. No quiero ser redundante pero es lo que siento. Tus letras estan llenas de magia y tu de una innata creatividad que dará sin duda muchos frutos en tu vida... Si es que no los ha dado ya claro.
Un placer leerte y contar con tu apoyo y amistad...
No te lo he dicho pero aquí me tienes a tu disposición, para lo que necesites.
Un abrazo, amiga
Chache
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