El hogar de mis peores pesadillas y mis sueños desbocados

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6 de febrero de 2009

La más bella del cementerio

Se desperezó entre las frescas sábanas mientras el olor del café recién hecho y las tostadas se colaba por la puerta entreabierta. La fuerte luz del sol apenas contenida por los finos visillos traspasaba sus párpados, obligándola a cerrarlos con fuerza y cubrirse la cabeza con la almohada. Durante un momento sintió un amago de pánico al pensar que se había quedado dormida y no iba a llegar al colegio a tiempo, pero enseguida recordó que era sábado y por eso el sol se colaba por su ventana, algo que nunca ocurría antes de las nueve de la mañana. Pensó en darse una ducha antes de bajar, pero el aroma del desayuno le hizo darse cuenta de que estaba hambrienta, así que se puso las zapatillas y salió de su habitación medio dormida siguiendo el sonido del trasiego de quien estuviera en la cocina. Frotándose distraída los ojos, entró en el comedor y se acomodó en la mesa de la terraza, donde la chica que se ocupaba de la cocina estaba terminando de colocar los platos. Se sirvió un gran vaso de zumo de naranja y empezó a untar generosamente las tostadas con la mantequilla, aprovechando que su madre no estaba presente para reprenderla por alimentarse sólo con porquerías que arruinarían su cutis y su figura antes de su puesta de largo. Como si a ella le importase una mierda esa estúpida tradición, pensó. Aún faltaban dos años para el Gran Día, y ya estaba harta de tanto remilgo. Mientras su madre daba estrictas órdenes a la cocinera para preparar únicamente platos con contenido en grasa cero, servir en cada comida una gran porción de verduras al vapor y erradicar de la despensa todo aquello que pudiera parecerse remotamente al azúcar, ella utilizaba el dinero que semanalmente le daba su abuelo a escondidas para atiborrarse a escondidas con dulces, pizzas de anchoa y queso de cabra, y deliciosas hamburguesas a la parrilla con extra de queso y cebolla frita. La estirada de su madre no parecía darse cuenta de que nada de lo que comiese podría echar a perder su piel ni su aspecto, pues saltaba a la vista que había heredado los genes de la familia paterna, cuyos miembros eran todos espigados y altísimos, con piel de porcelana y cabelleras que variaban entre el rubio ceniciento de la bisabuela hasta el rojo zanahoria de su padre, pasando por el color ambarino de sus propios rizos. Pero su madre no tenía esa suerte, por lo que su existencia era una batalla constante contra la báscula, y en su desmedida obsesión por no pasar de una talla 36 a pesar de haber parido dos hijos había sido necesario internarla varias veces en un centro de “recuperación”, como lo llamaban en las escasas ocasiones en las que se mencionaba el tema, siempre de puertas adentro, por supuesto. Una jaula para chaladas con complejo de perchero, eso es lo que era para ella. Cuando los huesos de las clavículas de su madre amenazaban con desgarrarle la piel y tenía que agarrarse con fuerza al pasamanos de las escaleras para no tropezar con sus propios zapatos, cualquiera, generalmente alguien del servicio, hacía una llamada de teléfono al despacho de su padre y un par de horas después una discreta limusina con cristales tintados paraba ante la puerta y recogía a la escuálida mujer y sus enormes maletas, para llevarla a esa mansión donde sólo había estado una vez, y de donde salió llorando desconsolada y rogando a su padre que no la obligase a volver allí, por favor, a visitar a mamá entre aquella congregación de cadáveres andantes. El padre cumplió su palabra, envidiando a su hija por su condición de niña que la permitía evadirse de lo que para él era ineludible. Cada vez que intentaba recordar en qué momento de su matrimonio su bella y saludable esposa había desaparecido, siendo suplantada por aquella criatura cuyo objetivo en la vida era desaparecer un poco más cada día, no conseguía verlo. A fuerza de pasar cada vez más horas en su despacho negociando con nuevos clientes, cerrando tratos millonarios, viajando al extranjero casi cada semana y acumulando dinero para dar a su familia todo aquello que una buena posición económica pudiera proporcionarles, su ociosa mujer se había desvanecido ante él sin que se percatara de que la compañía de sus nuevas amigas de clase alta y la presión social la estaban transformando con más eficacia que si su código genético hubiese mutado por completo. Con gusto renunciaría a todo su dinero si ello sirviese para devolverle a la mujer de la que se enamoró, pero desgraciadamente era demasiado tarde, el daño ya estaba hecho y el mismo dinero que había destruido su alma, era su único aliado en la lucha contra la despiadada muerte.

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5 comentarios:

€_r_i_K dijo...

No podemos entrar dentro...
Ojalá el Alma tuviese puertas...
Y poder hacer un pase de modelos en cada una....
Y sin selección alguna, sabriamos cuál nos pertenece...
Lástima que cuando repartieron Almas a mí me tocó la mia....

Besos......

Alberto dijo...

Amiga, leo tu cuento a las 8 de la mañana, antes de empezar a currar de verdad. Me ha gustado mucho y es muy cierto. Tiene la hija mucha razón en afirmar que hay que vivir feliz por encima de las apariencias sociales.
Es muy bubueno y hace pensar.
Buen día y te espero...
Besotes.

Tulipán dijo...

Chica, escribes muy, pero muy bien. Es un placer leerte,realmente. Del contenido del texto,no sé que decir. Tengo una amiga que es anoréxica y realmente duele verla luchar contra si misma mientras la vida le pasa por encima.

Miguel Ángel García González dijo...

A veces el dinero no soluciona todo, en fin, me gustó bastante; un placer leerte al ritmo de Sigur ross

Anónimo dijo...

C'est magnifique !! Choca que sea la madre y no la hija.
Mi blog se ha vuelto tarumba del todo, ... no se que voy a hacer con él.